Había una vez una morra mexicana, Lupita, una chava bien chida de la CDMX, con sus jeans rotos y sus tacos de suadero favoritos.

Lupita estaba obsesionada con su Labubu, un muñeco chino de esos con dientes de gremlin y ojos de loco que parecen salidos de un tianguis hipster.

Este Labubu,, era su compa inseparable: lo llevaba a la peda, al antro, y hasta dormía con él en su cama. Pero lo que Lupita no sabía es que su muñeco tenía un pedo bien cabrón: estaba embrujado por un espíritu

Una noche, Lupita estaba en su depa en la Condesa, bien peda después de unas micheladas, cuando el Labubu empezó a moverse solo. ¡Puta madre, qué cague!

Sus ojitos de plástico brillaban como si tuvieran fuego, y de repente, el pinche muñeco habló con una voz rasposa: “Lupita, morrita, déjame darte un cariño bien chido.”

Lupita, media peda, pensó que era el mezcal hablando, pero cuando el Labubu se le trepó encima, sintió una vibra rara, como si el muñeco tuviera manos… y algo más. ¡Sí, un pinche bulto que no era de peluche!

El Labubu, con su sonrisa de psicópata, le empezó a susurrar cosas bien culeras: “Te voy a hacer mía, morra, pero primero, un bailecito.”

La cosa se puso macabra cuando el muñeco sacó una navajita de su lomo peludo y le cortó un mechón de pelo a Lupita, diciendo: “Pa’l recuerdo, mi amor.”

Lupita gritó, pero el Labubu la jaló con una fuerza de ultratumba, y de pronto, estaba besándola con esa boca de peluche, mientras sus manos de trapo se ponían bien cachondas, tocándola donde no debía


Lupita, entre el miedo y la calentura, le dio un madrazo al muñeco, mandándolo a volar contra la pared. ¡Pum!

El Labubu cayó, pero se levantó como si nada, riéndose como pinche loco: “¡No te escapes, morrita, que esto apenas empieza!” Lupita agarró su chancla, y le dio una chinga épica al muñeco, hasta que salió volando en forma de humo negro, gritando: “¡Pinche morra, me las pagarás!”