Esa noche, Lupita estaba trabajando en un labubu especial, uno que le pidió un cliente misterioso por WhatsApp.
El wey no dio su nombre, solo dijo: “Quiero un labubu que despierte mis demonios, morra.” Lupita, que no le tenía miedo ni al diablo, se puso a coser el muñeco con hilos negros y un pedazo de tela que olía a azufre.
Pero mientras cosía, la luz del taller parpadeó, y un viento helado le acarició las nalgas como si una mano invisible le estuviera echando un ojo. “¿Qué pedo?”, pensó Lupita, pero siguió
De repente, el labubu en sus manos se movió.
Lupita soltó un grito, pero no de miedo, sino de… ¿cachondez? El muñeco tenía una vibra que le calentó la sangre, como si le estuviera susurrando cosas sucias al oído. “Lupita, tócame, soy tuyo,” parecía decir el cabrón. Ella, medio espantada pero bien prendida, lo agarró y sintió que el muñeco estaba… ¡caliente!
Entonces, una sombra apareció en la ventana. Era el cliente misterioso, pero no era un wey normal. Era un cabrón alto, con ojos rojos como brasas y una sonrisa que te hacía querer correr… o abrirte de piernas. “Lupita, ?¿terminaste mi labubu?,” dijo con una voz que sonaba como si el diablo se hubiera fumado un churro. Lupita, con el culo apretado pero los calzones mojados, le contestó: “Órale, cabrón, aquí tienes tu pinche muñeco, pero ¿qué chingados eres?”
El wey se rió y se acercó, oliendo a incienso y a pecado. “Soy el que despierta tus demonios, morra,” dijo, y de un jalón la acercó, metiéndole mano como si fuera taquero amasando tortilla.
Pero aquí viene el misterio, cuando Lupita despertó, estaba sola en el taller. Ni cliente, ni labubu, ni humo negro. Solo un olor a azufre y sus calzones en el suelo. ¿Fue un sueño? ¿Un demonio? ¿O el pinche labubu se la cogió? Nadie sabe, pero desde esa noche, cada labubu que Lupita hace tiene un brillo en los ojos que te hace querer gritar… y algo más.